Entre la Edad de Oro y el Apocalipsis
Clever Lara

El "Cupí degli Uccelli" de esta Bienal de Venecia, continúa una larga serie de instalaciones anteriores de Cardillo, las que planteaban desde una dimensión estética hasta una inquietud ética y de supervivencia. Para ello recrea situaciones, sitios, lugares de culturas indigenas matrices cuya vida en simbiosis con su medio natural se confronta con el mundo contemporáneo.

Cupí es el término guaraní utilizado para nombrar los promontorios creados por un tipo de hormigas de nuestros campos. Con él Cardillo alude metafóricamente a los montículos o "cerritos", terraplenes existentes desde el sudeste de los Estados Unidos hasta el noreste del Uruguay. Los mismos constituyen un complejo paleohistórico de las culturas instaladas en esos territorios. Como el cupí, el "cerrito" es una formación creada paciente y colectivamente por la suma de esfuerzos coordinados.

La voluntad del artista es en todo momento abarcativa y sincrética. Las cerámicas ubicadas en el cupí, por ejemplo, representan animales cuyo hábitat corresponde prioritariamente a lugares donde vivió el artista. Armadillos, tortugas, agartos, mapaches, peces, pájaros, al igual que los terraplenes son signos del norte y del sur de nuestra América: de los esteros de Rocha (Uruguay) al valle del río Hudson. Aluden a fósiles, a animales muertos cuyos cuerpos fueron tomados como moldes para estas esculturas.

También es sincrético al incluir la imagen serigráfica de Tlazolteotl en un gran espejo, esta diosa madre del panteón nahua de Méjico, identificada con la fecundidad, la creación, el alumbramiento. Con ella el espacio de la instalación se sacraliza y evoca un lugar donde el cielo copula con la tierra. Pero el espectador en vez de percibir nacimientos, percibe fósiles, animales muertos, tanto en las cerámicas como en las lonas xilografiadas y en espejos serigrafiados con croquis sucintos y textos del artista. La diosa en un espejo, verdadera teofanía luminosa, nos devuelve superpuesta a su imagen los reflejos de la instalación, junto a los de quienes estén recorriendo el laberinto de espejos enfrentados. Así, cada uno experimenta la visión de su imagen asombrada hurgando el sentido de la vida, en la multiplicación de ecos que nos miran, provocan e interrogan reclamándonos un papel protagónico.

Son nuestros reflejos cambiantes, acompasados a los runtos de vista variados, los que temporalizan la inmovilidad del mito.

La circularidad arcádica hace rato fue violentada. El tiempo como imagen móvil de la inmovilidad eterna, al decir de San Agustín, busca salir de sus ciclos. El espacio sagrado lo evoca, lo recuerda. ¿Lo anhela? Los pasos y voces lo quebrantan y contaminan.

Cada elemento, cada parte, cada objeto en la instalación, adquiere sentido en función de su interacción con los otros. Ellos ya dialogaban en voz baja estando solos. Nuestra intrusión ha perturbado definitivamente aquel recíproco entendimiento.